Si digo que algo estamos haciendo
mal cuando el súmmun de la diversión de nuestros jóvenes consiste en apelotonarse
en cantidades inverosímiles en locales poco o nada adecuados, a castigarse los
tímpanos con una cantidad de decibelios que seguro que exceden por goleada las
recomendaciones de la Organización Mundial
de la Salud y
el mínimo sentido común, a aturdirse por aturdirse, de alguna u otra manera, se
me podrá objetar -probablemente con bastante razón- que en ninguna época los
viejos comprendieron a los jóvenes. No voy a entrar en matices como comparar un
concierto de los Rolling Stones con los ruidos electrónicos machacones del
último DJ del momento.
Se me podrá decir que la historia
es como es, que las cosas -los gustos, las costumbres, las modas- van
cambiando, y que no se puede, ni se debe, intentar frenar o manipular las
creativas tendencias de nuestros jóvenes. Pero ocurre que ese campo libre que
dejamos los padres, políticos, educadores, intelectuales, etc. para no
contaminar la pureza mental e ideológica de nuestros chavales es ocupado a saco
por aquéllos que no tienen el menor
escrúpulo con cualquier utilización de cualquier cosa o persona con tal de
obtener claros beneficios: los “MERCADERES”.
Estos han encontrado en esta
generación de adolescentes (de 14
a 30 años) un material inmejorable, en que se combinan
un aceptable poder adquisitivo con una compulsión consumista y una carencia
casi absoluta de espíritu crítico, unido todo ello a una generación de padres
escasos de autoridad y de sentido común. Nunca fue tan fácil generar falsas
necesidades ni conseguir que fueran satisfechas (ipod, iphone, tablet,
ciclomotores, botellonas, macroconciertos, ropa de marca, etc. etc.)
Pero mi crítica no va contra esos
chavales que son en definitiva las víctimas -eso sí, satisfechas y consentidas-
de aquéllos aprovechados. Mi crítica, junto con mi absoluta indignación, va
contra todos los que en alguna medida participan de esa merienda de negros
dejando de lado los mínimos criterios de ética y legalidad. En el lamentable
caso del Madrid Arena, los malos de la película no son para mí los
descerebrados que encienden unas bengalas, sino los que permiten que se acceda
con ellas y con bebidas alcohólicas, los que no controlan el aforo y el acceso
de menores de edad, los que no prevén ni minimizan los riesgos de estampidas
debidas al pánico provocado por incendios, gamberradas, accidentes y mil causas
tan fáciles de producirse en un ambiente tan sensible como el de la otra noche.
Pero el dinero es el dinero, y muchos
miran para otro lado con tal de que la bolsa se siga llenando. Mientras la cosa
marche, todos contentos. Cuando ocurra una lamentable -y previsible- desgracia,
ya vendrán los golpes de pecho y las oportunas cabezas de turco.