sábado, 3 de noviembre de 2012

MADRID ARENA


Si digo que algo estamos haciendo mal cuando el súmmun de la diversión de nuestros jóvenes consiste en apelotonarse en cantidades inverosímiles en locales poco o nada adecuados, a castigarse los tímpanos con una cantidad de decibelios que seguro que exceden por goleada las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud y el mínimo sentido común, a aturdirse por aturdirse, de alguna u otra manera, se me podrá objetar -probablemente con bastante razón- que en ninguna época los viejos comprendieron a los jóvenes. No voy a entrar en matices como comparar un concierto de los Rolling Stones con los ruidos electrónicos machacones del último DJ del momento.

Se me podrá decir que la historia es como es, que las cosas -los gustos, las costumbres, las modas- van cambiando, y que no se puede, ni se debe, intentar frenar o manipular las creativas tendencias de nuestros jóvenes. Pero ocurre que ese campo libre que dejamos los padres, políticos, educadores, intelectuales, etc. para no contaminar la pureza mental e ideológica de nuestros chavales es ocupado a saco  por aquéllos que no tienen el menor escrúpulo con cualquier utilización de cualquier cosa o persona con tal de obtener claros beneficios: los “MERCADERES”.

Estos han encontrado en esta generación de adolescentes (de 14 a 30 años) un material inmejorable, en que se combinan un aceptable poder adquisitivo con una compulsión consumista y una carencia casi absoluta de espíritu crítico, unido todo ello a una generación de padres escasos de autoridad y de sentido común. Nunca fue tan fácil generar falsas necesidades ni conseguir que fueran satisfechas (ipod, iphone, tablet, ciclomotores, botellonas, macroconciertos, ropa de marca, etc. etc.)

Pero mi crítica no va contra esos chavales que son en definitiva las víctimas -eso sí, satisfechas y consentidas- de aquéllos aprovechados. Mi crítica, junto con mi absoluta indignación, va contra todos los que en alguna medida participan de esa merienda de negros dejando de lado los mínimos criterios de ética y legalidad. En el lamentable caso del Madrid Arena, los malos de la película no son para mí los descerebrados que encienden unas bengalas, sino los que permiten que se acceda con ellas y con bebidas alcohólicas, los que no controlan el aforo y el acceso de menores de edad, los que no prevén ni minimizan los riesgos de estampidas debidas al pánico provocado por incendios, gamberradas, accidentes y mil causas tan fáciles de producirse en un ambiente tan sensible como el de la otra noche.

Pero el dinero es el dinero, y muchos miran para otro lado con tal de que la bolsa se siga llenando. Mientras la cosa marche, todos contentos. Cuando ocurra una lamentable -y previsible- desgracia, ya vendrán los golpes de pecho y las oportunas cabezas de turco.